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Noche de reyes.
La mente humana, como si de un antibiótico se tratara, lucha por hacer desaparecer todos aquellos recuerdos desagradables y a la vez intensifica aquellos pequeños momentos que despertaron en nosotros la felicidad, haciendo con esto un ejercicio de supervivencia para poder soportar mejor la vida. Esto, y solo esto, explica que hoy tenga un recuerdo claro y tangible de una mañana de reyes, en la que tan solo tenía cinco años.
La noche anterior, mi padre me explicó como tenía que preparar las cosas para que cuando llegaran los reyes magos se sintieran a gusto y confortables.
Primero me llevó a la cuadra del borrico, donde me hizo coger un buen montón de paja y echamos en un recipiente un poco de cebada, para colocarlo en el patio cerca de la entrada. También me hizo buscar un cubo, para llevárselo a la tinaja donde lo llenó de agua. Después de colocar todas esas cosas a la entrada, me dijo que era muy importante que los camellos tuviesen cebada y agua, para reponer fuerzas, pues la noche es muy larga, y los reyes magos, tenían que ir por todas las casas en tan solo una noche.
Pasamos dentro de casa y me llevó de la mano a la cocina. Allí, pusimos en un plato, unos polvorones, unas almendras y unos pedazos de turrón, porque según decía, era muy importante que los reyes tuviesen algo para comer. También mi padre me dijo, que como hacía mucho frio, sería conveniente traerles unos vasitos y una botella de anís, para que pudieran entrar en calor.
Aquella noche, mi padre me enseño con todo su cariño a preparar la llegada de los reyes magos. Era tal la ilusión que ponía, que poco importaba cual fuese el regalo. En aquella época, los reyes magos no iban tan cargados como ahora, los niños teníamos que conformarnos con un pequeño regalo o como muchos dos, si se trataba de una familia pudiente. Durante la cena, mi padre me contaba, como los reyes venían de oriente para visitar a un niño que había nacido en Belén, y que después de esa visita se pondrían tan contentos que se pasarían casa por casa dejando regalos a todos los niños. Cuando llegamos a los postres me habló de la importancia que tenía el irse a dormir prontito y descansar bien para jugar al día siguiente y me advirtió que si oía algún ruido desde mi habitación, no me preocupara y no saliera, pues si los reyes me veían, podrían asustarse y salir corriendo sin dejarme el regalo. Mi padre me contaba todo aquello de tal manera que hizo crecer dentro de mí una gran inquietud, y a la vez un fuerte deseo de irme a la cama. Y eso hice. Me arropó, me besó y desde la puerta me miró por última vez justo antes de apagar la luz.
Supongo que en la mente de mi padre, quedaría grabada la verdadera cara de la ilusión. Los ojos vivos encendidos por la magia que surge de la mezcla de la niñez y la navidad alimentaron el alma de mi padre.
¡Que noche más larga!
Tardé en dormirme. A la mañana siguiente me desperté prontísimo. Aún no se veía apenas nada de luz traspasando las persianas. Era muy pronto. La misma inquietud que me llevó a la cama, ahora no me permitía dormir y me transportaba a un estado de indecisión. Porque, por un lado, yo ya estaba despierto, lo que quiere decir que ya podía levantarme para recoger el regalo, pero por otro, tal vez fuese demasiado pronto, y como me dijo mi padre, puedo asustar a los reyes si me decido a salir. Nunca en mi vida había tenido que tomar una decisión hasta ese momento. Sopesando los pros y los contras, llegue a la conclusión de que lo más prudente era esperar a que la luz entrara entre las persianas. Permanecí en la cama con los ojos cerrados intentando dormir pero me era imposible. De vez en cuando, pensaba en abrir los ojos y encontrarme la habitación llena de luz. Pero no era así. Cuando abría los ojos, volvía a encontrar una pequeña penumbra entre las rayas que formaba la sombra de la persiana en la pared que estaba frente a mi cara. Volví a cerrar los ojos. Dejaba pasar el tiempo. Un tiempo largo y eterno. Abría los ojos, y nada, solo penumbra. Volvía a cerrar los ojos. Intentaba dormir. No podía. El tiempo pasaba despacio, pero pasaba. Y volví a abrir los ojos. Una fuerte luz dibujaba de rayas horizontales la pared de mi habitación. ¡Por fin!
Con urgencia, salté de la cama y miré por los cristales de la ventana. La paja que había colocado en el patio mi padre, estaba medio esparcida por el suelo, y los cestillos de cebada, estaban vacios y tirados por el suelo, cerca de un par de “cacas”, que supongo que serian de uno de los camellos que tuvo a bien hacer allí sus necesidades. Salí ilusionado de la habitación, pues había pruebas claras de que los reyes magos habían estado allí. En la entrada de la casa, pude ver las pieles de las almendras y los envoltorios de los polvorones que dejamos la noche antes, aunque lo que más tomaron los reyes fue anís, pues se veía claramente que los vasos habían sido usados, y es más, se dejaron la botella abierta, detalle este que a mi padre no le gustó, pues dice que se evapora el espíritu del anís. Una vez recorrido todo el escenario solo me quedaba encontrar el regalo que estaba allí, encima de la mesa, detrás de la botella del anís. Se trataba de una caja rectangular, envuelta en un papel de colores, no muy grande, de un tamaño similar a lo que ahora llamamos un “brik de leche”.
Con rapidez felina, lo agarré con una mano, mientras con la otra desgarraba vorazmente el papel hasta dejar completamente desnuda aquella caja. ¡Un Exin Castillos! -Dije, en voz alta, sin saber leer- . ¡Que bonito! Se trataba de un juego de construcción con el que se podían hacer varios modelos de castillos medievales. Este modelo, era el más pequeño, y supongo que tal vez el más barato, pues mis pobres padres, no podía permitirse muchos lujos. ¡Papá, ha venido los reyes! Mi padre y mi madre, estaban durmiendo en su habitación y me invitaron a pasar y a meterme en la cama con ellos. Allí, mientras abría la caja del juguete, le conté a mi padre, que los reyes habían bebido anís, y se habían comido las almendras, y hasta que un camello, se había cagado en el patio. ¡Mi pobre padre, no se lo podía creer! Estaba casi tan emocionado como yo.
Aquel día, lo pasé jugando con el juguete, y a todo aquel que venía se lo enseñaba y le contaba lo que habían hecho los reyes, y si alguno no se lo creía, le llevaba al patio y le enseñaba la mierda del camello, que era la prueba evidente de que los reyes habían estado allí.
Jose Manuel Ayala. 2008.